El niño pecoso tiraba piedrecitas pero Guillo le ignoraba. Le interesaban asuntos más serios. Por ejemplo, esa noticia que leía el padre del niño en el periódico: “Faltan dos días para que despegue el cohete, diseñado especialmente para llegar a la luna con un panal lleno de abejas”.
En cuanto leyó la noticia decidió que tenía que subir al cohete. Si alunizaba en el satélite y lo dejaban con las abejas y la miel, sería un rey. Tendría toda la melaza que quisiera, sólo para él.
Se escapó del zoológico. La luna nueva inundó el parque de oscuridad y Guillo se camufló con los visitantes para abandonar su hogar.
El oso deambulaba escondiéndose por los oscuros callejones de la ciudad. Buscaba las zonas más oscuras para pasar inadvertido. Se escondió tras unos contenedores. Esperaba que dejaran de sonar las estridentes sirenas de los coches de policía. Pero era necesario seguir avanzando si no el cohete despegaría sin él.
Con andar torpe pasó delante de las cristaleras de una hamburguesería atestada de niños que engullían grasientas hamburguesas:
-Un oso –gritó un niño con la boca llena de trozos de carne.
-Calla y come –ordenó su mamá dándole un tortazo.
El niño glotón obviando la orden de su madre corrió hasta la puerta y tras él todos los niños que había en el local.
-¡Un oso, un oso, un oso! –gritaron todos a la vez.
Guillo a pesar de ser tan pesado estaba acostumbrado a escabullirse de los niños que iban a verlo al zoológico. Corrió tan veloz que dobló la esquina antes de que alguien pudiera verlo. A salvo se apoyó en la pared para coger aire, pero un mocoso con más pecas que dientes lo siguió.
-¡Un oso! -volvió a gritar en cuanto giró la esquina.
Guillo lo aupó y en su regazo le tapó la boca antes que saliera el primer gritó de socorro. De nuevo a correr. Tenía que huir de los enanos y de las sirenas que por fin tenían una pista de dónde se encontraba el plantígrado.
Los pisotones del oso movían los edificios alertando la tranquilidad de los hogares a aquella hora de la noche. Por las ventanas fueron apareciendo las cabezas de personas curiosas.
El metro fue su salvación. De un salto obvió las escaleras que los adentraron en los túneles calientes de la serpiente mecánica.
-¡Un oso, un oso, un oso! –gritaban todos los que veían al animal.
Guillo dejó al niño a salvo en un banco del pasillo central. Daba manotazos al aire. Nadie se atrevía a acercarse a menos de cinco metros. Llegó al andén. Tras él los policías, que habían abandonado sus coches para seguirlo por los túneles. Se apostaron con sus escopetas en mano para lanzarle un dardo que inyectaría un somnífero a Guiyo.
Saltando de izquierda a derecha con la agilidad de un acróbata esquivó los disparos. Entró por la puerta de un metro que justo en ese momento llegaba a la parada. Los pasajeros al ver entrar al oso salieron enloquecidos impidiendo que los guardas entrarán en la locomotora. Ahora había sólo dos pasajeros: el oso y el conductor.
Guillo se apresuró para llegar al vagón del conductor. Arrancó el teléfono de un manotazo impidiendo la comunicación con el exterior.
Descansó un ratito. Justo antes de llegar a la siguiente parada se plantó delante del conductor. Aterrorizado ante la enorme boca del oso se acurrucó y no molestó al nuevo capitán de la nave.
Aceleró y aceleró. Por las paradas de metro que pasaba había policías apostados alerta ante cualquier movimiento del animal. Guillo conocía la ciudad como las plantas de sus pies gracias a años observando los mapas de los turistas. Sabía cuál era la parada que lo conduciría justo debajo del cohete.
Accionó el freno de mano para que el tren parase en la siguiente parada sin causar una catástrofe y salió apoyando sus cuatro patas en el los suburbios del metro. La ciudad tembló. Una escalera metálica conducía a una alcantarilla cuadrada. Estrujó su enorme cuerpo para salir a la calle.
El aire puro le devolvió a la realidad. El cohete no estaba vigilado. Todos los policías perseguían a un oso que se escapó del zoológico.
Dentro del cohete buscó el lugar perfecto: el destinado para que la tripulación haga sus necesidades diarias, que no sería utilizado antes del lanzamiento.
Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.
Tuvo que usar el retrete el primero pues el impulso hizo que se le revolviera el estómago, eso sí cuando bajo del techo al que había estado pegado un buen rato.
El recuerdo de la miel infundió la calma que necesitaba para buscar un nuevo escondite que le permitiera llegar a la luna sin contratiempos. Cerca de la despensa había un rincón oscuro. Era el lugar perfecto: oscuridad y comida. Así en invierno podría hibernar y en verano comer todo lo que quisiera.
Encontró un traje de astronauta y se camufló con la tripulación que lo confundió con un tripulante con pocas ganas de hablar.
Mª Carmen Rodríguez Molero.
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