sábado, 26 de marzo de 2011

El lobo vegerariano.

EL LOBO VEGETARIANO

Hacía un frio que pelaba, los conejos estaban escondidos en sus madrigueras, tenía un hambre feroz y no había comida en el bosque.

Tras varios días comiendo bayas, que estaban amarguísimas para un paladar tan fino como el mío, decidí a salir de mi guarida a ver si encontraba algún animal indefenso para alegrar a mi pobre estómago.

Esa niña repipi que siempre iba con su caperuza roja era el único ser viviente que oteé aquella mañana en el bosque. Normalmente rodeaba el bosque por el sendero cercano al río. Ese atajo estaba prohibido para mí pues el guarda forestal lo vigilaba cuando había sol y cuando había luna.

Pero aquella fatídica mañana todo cambiaría. No eligió el sendero, sino que se adentro en la espesura de helechos y matorrales.

Me la como, no me la como, pensé. Me la como, decidí. No, mejor la sigo, rectifiqué mi primera decisión. Lleva una cestita en la mano. La espiaré y así tendré doble ración: la niña repipi y su abuela.

Iba cogiendo las pocas ramitas que se encontraba en el camino, porque florecillas en invierno eran escasas. Mejor, así podré adornar la mesa para el banquete. ¡Qué pesada es esta niña! Visitó todas las casas de los animales que encontraba por el camino. Después de dos horas caminando, tenía más hambre que el ogro del cuento del ogro.

Por fin, llegamos a la casa de la abuelita. Pero ¿qué hace esta niña? Se desvió para coger más florecillas. Lo que aproveché para entrar en la casa de la abuela para comérmela.

-Toc, toc, toc.

-¿Quién es? –preguntó la anciana.

-Soy yo, tu nieta –contesté imitando la voz de la niña.

-Entra, achisss, está la puerta abierta.

Sin pensarlo dos veces, entré en la cabaña y me abalancé sobre la anciana que estaba recostada en la cama con un camisón y un gorro blanco sobre la cabeza. Intentó huir pero mi hambre feroz me dio fuerzas y de un solo bocado me la zampé enterita. ¡Qué rica!

La niña estaba a punto de llegar. Cogí un camisón y un gorro para disfrazarme de abuela. Me tendí en la cama y me tapé con las sábanas.

-Toc, toc, toc.

-Nietecita, ¿eres tú? Entra la puerta está abierta –dije intentando imitar la voz de la abuela- achisss, ¡qué malita estoy!

-Abuelita, pero que mala cara tienes hoy –dijo la niña repipi de la capucha roja.

-Sí hijita es que tengo un virus, no te acerques que te voy a contagiar.

-Abuelita, abuelita ¿qué ojos tan grandes tienes? –preguntó acercándose tanto que a punto estuve de comérmela antes de finalizar la conversación.

-¡Son para verte mejor!

-Abuelita, abuelita ¿qué nariz tan grande tienes? –siguió con las preguntitas.

Si no hubiese sido porque soy un lobo educado me la hubiese comido en ese instante, pero los modales son los modales y no pude dejarla con las palabras en la boca. Ni decirle que gracias a mi gran nariz estoy atufado por el olor a colonia de bebés que desprende su capa roja. Así contesté con amabilidad:

-¡Son para olerte mejor!

-Abuelita, abuelita ¿qué orejas tan grandes tienes?

-¡Son para oírte mejor! –contesté mientras me sonaba la nariz.

La anciana me había contagiado el virus, me estaban dando escalofríos. Además me dolía la cabezota: la abuela no dejaba de gritar en mi barriga. La repipi debía estar sorda porque no oía los gritos de auxilio.

-Abuelita, abuelita ¿qué boca tan grande tienes?

Por fin preguntó por la boca, no hubiese soportado otra preguntita.

-¡Es para comerte mejor!

Me abalancé sobre ella, pero la barrigota me lo impidió y caí boca abajo debido al peso de mi vientre.

-¡Toma, toma, lobo malo! –gritó con la capucha roja arrebolada mientras me daba con la cestita una y otra vez.

-¡Toma, toma, lobo tonto! –decía la vieja mientras me patalea el estomago.

Además, llevaba razón, al decir que era un lobo tonto. Tenía tanta hambre que me la comí entera, sin masticar y ahora me estaba zurrando de lo lindo.

-¡Socorro! –grité desesperado -¡qué alguien me ayude!

Me estaban moliendo a palos. Por los pelos del conejo que llevo un año persiguiendo, qué aparezca el cazador y me salve de esta paliza.

-Caperucita, ¿qué pasa? –preguntó mi salvador que había venido alertado por mis gritos.

-El lobo se ha comido a la abuelita y quiere comerme a mí. Pero lo que no sabe es que todos los días ceno espinacas y tengo más fuerza que Popeye.

-Déjame a mí –dijo mi héroe, el cazador de ojos azules que siempre lleva gafas de sol para protegerlos de la luz.

Con una cuerda me amordazó las patas. Abrí la boca voluntariamente para que me hiciera cosquillas en la garganta. Provocó un eructo que hizo que la abuela saliera impulsada al exterior. Menos mal que el gorro que cubría su cabeza era un casco para protegerla de los golpes, si no se hubiese matado. Aterrizó contra el frigorífico.

¡Qué alivio! Todos estaban contentos, saltando y gritando: ¡Hemos vencido al lobo, al lobo no tememos!

Yo seguía amordazado. Cuando se comieron lo que Caperucita llevaba en la cestita de mimbre, se despidieron. El cazador me montó en su scooter y me tiró al rio que pasaba cerca de la casa de la abuelita. La corriente me alejó del lugar.

Me fui con hambre, pero no un hambre feroz. Aprendí una lección: a partir de aquel día me convertí en un lobo vegetariano. Al fin y al cabo, las bayas no están tan malas y son buenas para los resfriados.

Mª Carmen Rodríguez Molero.







martes, 1 de marzo de 2011

Guiyo, el oso astronáuta.


El niño pecoso tiraba piedrecitas pero Guillo le ignoraba. Le interesaban asuntos más serios. Por ejemplo, esa noticia que leía el padre del niño en el periódico: “Faltan dos días para que despegue el cohete, diseñado especialmente para llegar a la luna con un panal lleno de abejas”.

En cuanto leyó la noticia decidió que tenía que subir al cohete. Si alunizaba en el satélite y lo dejaban con las abejas y la miel, sería un rey. Tendría toda la melaza que quisiera, sólo para él.

Se escapó del zoológico. La luna nueva inundó el parque de oscuridad y Guillo se camufló con los visitantes para abandonar su hogar.

El oso deambulaba escondiéndose por los oscuros callejones de la ciudad. Buscaba las zonas más oscuras para pasar inadvertido. Se escondió tras unos contenedores. Esperaba que dejaran de sonar las estridentes sirenas de los coches de policía. Pero era necesario seguir avanzando si no el cohete despegaría sin él.

Con andar torpe pasó delante de las cristaleras de una hamburguesería atestada de niños que engullían grasientas hamburguesas:

-Un oso –gritó un niño con la boca llena de trozos de carne.

-Calla y come –ordenó su mamá dándole un tortazo.

El niño glotón obviando la orden de su madre corrió hasta la puerta y tras él todos los niños que había en el local.

-¡Un oso, un oso, un oso! –gritaron todos a la vez.

Guillo a pesar de ser tan pesado estaba acostumbrado a escabullirse de los niños que iban a verlo al zoológico. Corrió tan veloz que dobló la esquina antes de que alguien pudiera verlo. A salvo se apoyó en la pared para coger aire, pero un mocoso con más pecas que dientes lo siguió.

-¡Un oso! -volvió a gritar en cuanto giró la esquina.

Guillo lo aupó y en su regazo le tapó la boca antes que saliera el primer gritó de socorro. De nuevo a correr. Tenía que huir de los enanos y de las sirenas que por fin tenían una pista de dónde se encontraba el plantígrado.

Los pisotones del oso movían los edificios alertando la tranquilidad de los hogares a aquella hora de la noche. Por las ventanas fueron apareciendo las cabezas de personas curiosas.

El metro fue su salvación. De un salto obvió las escaleras que los adentraron en los túneles calientes de la serpiente mecánica.

-¡Un oso, un oso, un oso! –gritaban todos los que veían al animal.

Guillo dejó al niño a salvo en un banco del pasillo central. Daba manotazos al aire. Nadie se atrevía a acercarse a menos de cinco metros. Llegó al andén. Tras él los policías, que habían abandonado sus coches para seguirlo por los túneles. Se apostaron con sus escopetas en mano para lanzarle un dardo que inyectaría un somnífero a Guiyo.

Saltando de izquierda a derecha con la agilidad de un acróbata esquivó los disparos. Entró por la puerta de un metro que justo en ese momento llegaba a la parada. Los pasajeros al ver entrar al oso salieron enloquecidos impidiendo que los guardas entrarán en la locomotora. Ahora había sólo dos pasajeros: el oso y el conductor.

Guillo se apresuró para llegar al vagón del conductor. Arrancó el teléfono de un manotazo impidiendo la comunicación con el exterior.

Descansó un ratito. Justo antes de llegar a la siguiente parada se plantó delante del conductor. Aterrorizado ante la enorme boca del oso se acurrucó y no molestó al nuevo capitán de la nave.

Aceleró y aceleró. Por las paradas de metro que pasaba había policías apostados alerta ante cualquier movimiento del animal. Guillo conocía la ciudad como las plantas de sus pies gracias a años observando los mapas de los turistas. Sabía cuál era la parada que lo conduciría justo debajo del cohete.

Accionó el freno de mano para que el tren parase en la siguiente parada sin causar una catástrofe y salió apoyando sus cuatro patas en el los suburbios del metro. La ciudad tembló. Una escalera metálica conducía a una alcantarilla cuadrada. Estrujó su enorme cuerpo para salir a la calle.

El aire puro le devolvió a la realidad. El cohete no estaba vigilado. Todos los policías perseguían a un oso que se escapó del zoológico.

Dentro del cohete buscó el lugar perfecto: el destinado para que la tripulación haga sus necesidades diarias, que no sería utilizado antes del lanzamiento.

Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.

Tuvo que usar el retrete el primero pues el impulso hizo que se le revolviera el estómago, eso sí cuando bajo del techo al que había estado pegado un buen rato.

El recuerdo de la miel infundió la calma que necesitaba para buscar un nuevo escondite que le permitiera llegar a la luna sin contratiempos. Cerca de la despensa había un rincón oscuro. Era el lugar perfecto: oscuridad y comida. Así en invierno podría hibernar y en verano comer todo lo que quisiera.

Encontró un traje de astronauta y se camufló con la tripulación que lo confundió con un tripulante con pocas ganas de hablar.
Mª Carmen Rodríguez Molero.




domingo, 20 de febrero de 2011

Alberto, un pirata con pata.

Después de varios años dedicada a la literatura para adultos, he encontrado mi voz escribiendo para niños.
Así mi primer libro infantil, dirigido a un público de 6 a 8 años, lo he titulado "Alberto, un pirata con pata". Se trata de un libro de aventuras. Alberto es un niño de 5 años que tiene un aparato en una pierna. Un día llega al colegio a media mañana porque ha ido al oftalmólogo. Vuelve muy contento porque le han puesto un parche en un ojo y piensa que lo han convertirlo en un pirata. Al llegar a clase se la encuentra vacía, tan sólo está Flor, un pajaro que es la mascota de la clase.
Tras descubrir que sus compañeros y su seño han sido transformados en letras, él y su mascota se adentran en el mundo de las letras para intentar salvarlos de las garras del terrorífico BORRADOR.
Lo difícil es buscar un editor para publicarlo, pero con paciencia creo que lo conseguiré.

martes, 9 de febrero de 2010

SOLA

SOLA


M. Carmen Rodríguez Molero


Luna perdió su virginidad hace un mes. Se levanta para ir al instituto, se dirige al baño con la esperanza de encontrar la mancha roja del perdón. Cierra los ojos antes de enfocarlos en sus braguitas, no aparece ninguna señal. Se mira al espejo para comprobar que ya no le quedan lágrimas, las ha derramado noche tras noche desde aquel fatídico día en que despertó en una calle estrecha, enjaulada entre dos hileras de pisos que impedían a los rayos del sol acariciar el suelo, donde el olor a orines le provocó nauseas, se puso en pie y dando trompicones consiguió alcanzar la salida del oscuro túnel. La luz de la ciudad le evocó lo ocurrido: el botellón, el chico de la camiseta de rayas, y después ¿qué?

-Luna, baja, vas a llegar tarde – grita su madre.

-Ya voy mamá.

Sentada en la mesa frente a su madre, antes de desayunar, rezan las primeras oraciones del día.

-Amén – dicen las dos a la vez.

-Estás un poco distraída, ¿te pasa algo?

-No, estoy preocupada por los exámenes.

-Antes de salir, te lavas la cara qué pareces una cualquiera – le ordena sin mirarla.

Luna obedece. En su bolso guarda su lápiz de labios y su rímel. Hoy no irá al instituto, hoy irá a la farmacia para comprar un test de embarazo. Con su amiga Celia va a la biblioteca, entran en los servicios con los dedos cruzados. El pipí moja el papel, en él aparece una banda de color rosa.

-Mis padres se morirán de vergüenza, cuándo se enteren me mataran, Dios cómo

he podido hacerles esto, quiero morirme, quiero morirme – ahoga Luna sus palabras en el pecho de Celia.

Mañana cumple dieciséis años. La fiesta será en un local en los bajos de su edificio.

Todos sus amigos y amigas han acudido a la cita, le traen regalos. Luna se retrasa, frente al espejo de su tocador se maquilla. Baraja dos opciones: Luís o la clínica, buscar un padre improvisado o abortar.

Su madre entra, enfoca su mirada en la imagen que de su hija le devuelve el espejo, le da un beso y le ordena que se quite el maquillaje. Luna hoy no obedece.

La fiesta ha sido divertida, Luís se ha pasado la noche mirándola, un año hace que le declaró su amor, ni una muestra de cariño ha recibido de ella, pero hoy lo ha mirado un par de veces. Todos se han ido, sólo quedan él y ella.

-¿Quieres ver el coche que me han regalado mis padres al cumplir los dieciocho años? – le pregunta Luís con las mejillas sonrojadas.

-Me encantaría.

Se detienen frente al parque en una zona oscura, Luís coge la mano de Luna y la besa, ella le enseña sus pechos y guía su mano hasta ellos.

A las doce de la noche se despiden con una sonrisa. Luna no puede dormir. Por la mañana, después de rezar con su madre, y quitarse el maquillaje, se sube al autobús, hoy no irá al instituto, tiene dieciséis años.

Jaén, veinticuatro de mayo de 2009

viernes, 8 de enero de 2010

CUENTOS

“COLORIN COLORADO ESTE CUENTO SE ME HA OLVIDADO”



Mª Carmen Rodríguez Molero

-Mamá, cuéntame un cuento.

-Érase una vez...

-Mamá, ¿por qué siempre me cuentas cuentos que ya “no son”?. Yo quiero que me cuentes un cuento de ahora.

-Pero hija es que los cuentos que yo me sé son los cuentos de toda la vida, los cuentos clásicos, de los hermanos Grimm, de Hans Chistian Andersen, de Charles Perrault, etc.

-Bueno cuéntame el que tú quieras, pero a ver si te aprendes uno nuevo.



Así fue como la mamá de Lidia le contó a su hija el cuento de “Los tres Cerditos”, o fue el de “Blancanieves y los siete enanitos”, o el de “Peter Pan”, que más da, el caso es que después de contar el cuento le dio un beso en la mejilla y la dejó dormir... Bueno, es un decir, porque Lidia no estaba dormida, había cerrado los ojos para que su mamá no se inquietara.

A Lidia le habían dicho sus amigos del colegio que si seguía escuchando cuentos, nunca se iba a hacer mayor, y para ella era muy importante hacerse mayor, era lo que más deseaba.

Lidia aún sentía el tacto de los labios de su madre en la mejilla, cuando oyó una voz muy suave que le susurraba:

-Niña, ¿por qué no te gustan los cuentos?

La pequeña muy sobresaltada, abrió los ojos y vio cómo una lucecilla aleteaba delante de su cara, pensó que estaba soñando, luego creyó que había una luciérnaga en su habitación, pero no, no era nada de eso.

-Te he hecho una pregunta, pequeña, ¿por qué no te gustan los cuentos?



Ahora sí, ahora Lidia comprendió lo que allí pasaba. De tantas veces que su madre le había repetido las mismas historias fantásticas, en las que los animales hablaban, los lobos siempre eran vencidos, las hadas madrinas lo solucionaban todo con su varita mágica y las brujas hacían ungüentos milagrosos para hacer daño a los protagonistas, que siempre eran buenos, era lógico que sus ojos imaginaran a pequeñas hadas revoloteando alrededor de su cama.

Tuvo que cambiar de idea, porque allí había algo real, le estaba haciendo cosquillas en la nariz y no paraba de tirarle de los pelos.

-¡Ma...!, quiso llamar Lidia a su mamá, pero el hada voladora se lo impidió tapándole la boca con sus diminutas manos.

-Lidia –dijo el hada – no grites, no te voy a hacer daño, soy un hada buena, sólo quiero hablar un momento contigo.

Lidia se tranquilizó al ver la dulzura que desprendían los ojos y las palabras de aquel fantástico ser, y como por arte de magia, todos los buenos momentos que le habían hecho sentir los personajes de los cuentos, pasaron por su mente.

-¿Cómo te llamas? –preguntó la pequeña.

-Me llamo Aladelbosque o Lindaflor o Petaloazul o Amigadetodos..., en fin, puedes elegir tú el nombre que quieras darme, ya que soy el hada que hace realidad los deseos.

-Hada.

-Me parece magnífico ese nombre, Lidia.

-¿Por qué has venido a verme?

-En el país de los cuentos estamos muy, pero que muy preocupados por lo que has dicho esta noche a tu madre –explicó el hada.

-Pero si yo no he dicho nada malo.

-Para nosotros sí que has dicho algo muy, pero que muy, pero que muy requetemuy preocupante –insistió el Hada mientras movía su varita mágica de un lado a otro.

-Vosotros dices, y ¿quiénes sois vosotros? –preguntó Lidia con el ceño fruncido.

-Somos los habitantes del país de los cuentos, o sea, las hadas, las brujas, los lobos, los cerditos, los niños y las niñas que son abandonados en el bosque, los cabritillos, las princesas y los príncipes, los Ogros y todos los personajes que tan bien conoces gracias a que tienes unos padres estupendos. Estamos muy preocupados porque si a los niños y las niñas, del país de los niños y las niñas, a los que tanto queremos dejan de gustarles los cuentos para los que fuimos creados, entonces desapareceremos –explicó el Hada a Lidia impulsándose hacia arriba con el aleteo de sus alas.

-Pero si los personajes de los cuentos no existís, sois como los actores de las películas, que cuando les dan un tiro, la sangre que sale es tomate frito y nunca se mueren –dijo Lidia con gesto pensativo..

-Entonces ¿con quién hablas Lidia, acaso has perdido la razón y hablas sola? –preguntó el hada.

-No, pero es que aunque fueras real, las hadas no tienen este tipo de conversaciones con las niñas, ellas se dedican a hacer que se cumplan deseos o que ocurran cosas imposibles.

-Ya lo sé Lidia, pero es que las niñas y los niños tampoco se cansan de oír cuentos y tú has dicho que estas harta de nuestras historias, por eso yo tengo que convencerte de que son necesarias.

El Hada no conocía una forma mejor de convencer a la niña que contarle una historia:

“Hubo un día en que la Reina de un País ordenó a todos sus Ministros y Ministras que mandaran a sus ayudantes a todas las bibliotecas, librerías, quioscos y a todas las habitaciones de los habitantes pequeños y pequeñas que sabían leer, para que quemaran todos los cuentos que encontraran. Ella creía que los jóvenes de su reino se habían vuelto muy sensibles de tanto oír historias fantásticas. Y dicho y hecho, sus ayudantes eran tan eficaces que en menos de un plis – plas todos lo cuentos del país fueron destruidos.

Con el paso de los años, los cuentos, al no poder ser leídos, se les olvidaron a los papás y a las mamás de los seres pequeños de este lugar tan singular, por lo que, en pocos años ya no había nadie que recordara los cuentos de siempre. La reina se sentía muy orgullosa, consiguió destruir aquello que ella consideraba que hacía perder el tiempo a quién lo leía o lo contaba.

Pero lo que no podía imaginar es que los problemas fueron en aumento desde ese día. Los maestros y las maestras no lograron que los pequeñitos del colegio se aprendieran el número 3 porque no sabían el cuento de “Los tres cerditos”, tampoco el número 7, también se les había olvidado el cuento de “Los siete cabritillos”; si no había “Caperucita roja” ¿cómo explicarles el color rojo o la diferencia entre corto y largo?

En ese país no eran los docentes los únicos que tenían problemas. Los policías tenían las mayores dificultades porque de tanto ver la televisión, en la que como no sabían los cuentos de siempre, sólo transmitían dibujos animados como “Shan Chin Chon”, los habitantes pequeños de aquel país, se estaban volviendo tan violentos, tan groseros, que cuando eran adolescentes se peleaban entre ellos y no respetaban a las personas mayores”



-Nos sigas Hada contándome esa historia –interrumpió Lidia mientras se secaba las lágrimas.

Y sin decir ni una palabra más, la pequeña salió corriendo:

-Papá, mamá, ¿seguís aún despiertos? Por favor, contadme un cuento, no, mejor dos cuentos, cuatro cuentos. No quiero que nunca dejéis de contarme historias...

Jaén, cinco de junio de 2009

miércoles, 23 de diciembre de 2009

CARTA A JOSÉ SARAMAGO.

Domingo, el sol calienta mi espalda, me siento en mi sillón, no lo veo claro, no se que escribir, el ejercicio de esta semana me incomoda. La prensa invade mi casa, el periódico, la revista dominical, los libros que ofrecen dos por uno, los cuentos a cincuenta céntimos, los videos promociónales, y como no, la publicidad. Ojeo el dominical, en la portada un señor muy joven, ¡ésta!, ¡ésta, será mi imagen!, sigo ojeando y te encuentro a ti, me pongo triste, tu expresión denota cansancio, aunque tus ojos ocultos tras tupidos velos expresan la grandeza del aprendiz de contador de historias que siempre explicaste ser. Me pongo nerviosa, no se por qué, atreverme a escribir con tu imagen delante levanta en mi estómago una turbulencia de sensaciones que me da miedo. Oigo en mi interior la expresión “vomito creativo”, no se si lo mío será “diarrea mental”, no tengo nada que pueda comparar contigo, más si hombre y mujer se pueden denominar como ser, para mí también la mujer más sabia del mundo que he conocido en toda mi vida no sabia leer ni escribir. Divago, me pierdo en mi diarrea mental, otra vez me fijo en tu cara, tus ojos, como los míos, se ocultan tras el cristal, mientras tus dedos elegantes adornados por uñas impolutas, retienen una lágrima invisible tras unas lentes que envidio, pues son testigos privilegiados de los pensamientos que tus manos convierten en historias difíciles de olvidar. Tu frente surcada de arrugas infinitas denotan la avanzada edad de tu cuerpo que se duplica en la juventud de tu alma, has frenado tu muerte, intermitencia que tu inventaste en otra ciudad y que ahora tu vida ha copiado, tu carne has reducido en la aventura, quizás para que el elefante inventado te pueda transportar más ágilmente de Lisboa a Viena. Cuando vaya a Lanzarote construiré una balsa que me lleve a tu encuentro, y aunque ante ti aparezca como la imagen que refleja tu ceguera, yo paseare por los lugares en los que tu debilitado cuerpo aún se mueva para aprender de ti y de tus diálogos ausentes de guiones, como un bebé aprende de la nada hasta convertirse en un fiel reflejo de las enseñanzas de uno de sus grandes maestros: la vida.