miércoles, 23 de diciembre de 2009

CARTA A JOSÉ SARAMAGO.

Domingo, el sol calienta mi espalda, me siento en mi sillón, no lo veo claro, no se que escribir, el ejercicio de esta semana me incomoda. La prensa invade mi casa, el periódico, la revista dominical, los libros que ofrecen dos por uno, los cuentos a cincuenta céntimos, los videos promociónales, y como no, la publicidad. Ojeo el dominical, en la portada un señor muy joven, ¡ésta!, ¡ésta, será mi imagen!, sigo ojeando y te encuentro a ti, me pongo triste, tu expresión denota cansancio, aunque tus ojos ocultos tras tupidos velos expresan la grandeza del aprendiz de contador de historias que siempre explicaste ser. Me pongo nerviosa, no se por qué, atreverme a escribir con tu imagen delante levanta en mi estómago una turbulencia de sensaciones que me da miedo. Oigo en mi interior la expresión “vomito creativo”, no se si lo mío será “diarrea mental”, no tengo nada que pueda comparar contigo, más si hombre y mujer se pueden denominar como ser, para mí también la mujer más sabia del mundo que he conocido en toda mi vida no sabia leer ni escribir. Divago, me pierdo en mi diarrea mental, otra vez me fijo en tu cara, tus ojos, como los míos, se ocultan tras el cristal, mientras tus dedos elegantes adornados por uñas impolutas, retienen una lágrima invisible tras unas lentes que envidio, pues son testigos privilegiados de los pensamientos que tus manos convierten en historias difíciles de olvidar. Tu frente surcada de arrugas infinitas denotan la avanzada edad de tu cuerpo que se duplica en la juventud de tu alma, has frenado tu muerte, intermitencia que tu inventaste en otra ciudad y que ahora tu vida ha copiado, tu carne has reducido en la aventura, quizás para que el elefante inventado te pueda transportar más ágilmente de Lisboa a Viena. Cuando vaya a Lanzarote construiré una balsa que me lleve a tu encuentro, y aunque ante ti aparezca como la imagen que refleja tu ceguera, yo paseare por los lugares en los que tu debilitado cuerpo aún se mueva para aprender de ti y de tus diálogos ausentes de guiones, como un bebé aprende de la nada hasta convertirse en un fiel reflejo de las enseñanzas de uno de sus grandes maestros: la vida.

domingo, 20 de diciembre de 2009

DESAPARECIDA

DESAPARECIDA


M. Carmen Rodríguez Molero

Llevaba muerta cinco días. Familiares y amigos decididos a quedarse el fin de semana, para procurarme un consuelo que yo no les pedí, llegaron cargados de comidas y bebidas que aliviaran la espera. La policía instaló múltiples aparatos por toda la casa, escuchas telefónicas, rastreadores de sonidos, GPS…Su madre me ofreció el pañuelo que su hija olvidó en su última visita. También estaba él, le ofrecí el pañuelo y me miro con desprecio. Pase el fin de semana impaciente, deseoso de que se lo comieran todo. Imaginaba qué ocurriría si alguien propusiese conservar las sobras en el congelador del sótano.

Convencidos de que no se trataba de un secuestro, abandonaron la casa. ¡Por fin! Cogí su cuerpo como tantas veces lo hice para subirla al dormitorio mientras nos besábamos con pasión. Vestida con ese papel con el que envolvíamos las maletas cuando, para celebrar nuestro aniversario, viajábamos a Paris, Roma o Lisboa…Pero ella lo estropeó todo, no le bastaron mis besos y buscó los del hombre que le regalaba pañuelos. En el maletero del coche hará su último viaje hasta descansar en el lugar dónde hicimos por primera vez el amor, aquella cala junto al mar que nos ofrecía atardeceres anaranjados.

Pero claro, no iba a ser tan fácil. La luz roja parpadea, dos tirones ha dado el Mercedes del que se enamoró y se ha parado en mitad de la carretera. Amanece, una sombra rojiza se vislumbra en el horizonte, su frío cuerpo no aguantará el calor, yo tampoco aguantaré una vida sin ella. Giro el volante y me sitúo frente al precipicio. Levanto el pie del freno. Adiós.


Jaén, dieciocho de mayo de 2009

martes, 1 de diciembre de 2009

La sonrisa

LA SONRISA
M. Carmen Rodríguez Molero




Camina cogida de la mano, siempre dos pasos atrás, escondida tras la figura de su madre. No le gusta que los desconocidos le sonrían. Hoy Patricia no se esconde, camina a la par que Raúl, no le importa la mirada de las personas que se cruzan con ella. Hoy le sonríe él.

-Mami, ¿puedo ir con Raúl al cine? – preguntó ayer Patricia a su madre.

-No hija, cuando quieras ir al cine, yo te llevo – le contestó.

-Mami, por qué no puedo ir con Raúl, él tiene los ojos rasgados y negros, igual que yo.

-Nenita ya te he dicho que cuando quieras ir al cine, yo te acompaño.

Patricia no comprende por qué su hermana, que tiene los ojos redondos, puede ir al cine con chicos de ojos redondos, y ella no puede ir con Raúl, cuando era pequeña podía entenderlo, pero ahora tiene dieciocho años. Se va a la cama enfadada, no le da un beso a su madre. Por la mañana, no quiere compartir con ella sus palabras, su padre nunca está. Mete en su mochila una caja de galletas de chocolate, es lo único que necesita, y su hucha.

-Anda, Patri, un besito a mamá – suplica su mamá ante la puerta del colegio.

Sabe que su madre se pone muy pesada con eso de los besos, así, para que se marche pronto, la besa y entra ansiosa en clase. Se sienta al lado de Raúl.

-Nos vamos a escapar, cuando salgamos al patio, nos escondemos y salimos por la puerta de la cocina – susurra al oído de Raúl que no aparta la oreja porque le gusta la caricia del aliento de Patricia.

Raúl le enseña el súper héroe que le han regalado sus abuelos al cumplir los dieciséis años.

Todo acontece según lo ha planeado. Cogidos de la mano, caminando veloces y a la par, llegan a la parada de autobús, suben. Patricia deja su hucha frente a la conductora que al ver el objeto se interesa por la pareja pero no sonríe. Coge tu hucha, hoy invito yo, les dice. No le gusta que la lleven gratis pero necesita su hucha para pagar las entradas del cine, la coge y se sientan al final. Ella recuerda que en la parada donde se bajan todos está el cine.

-¿Dónde vamos? – pregunta Raúl.

-Al cine.

Se bajan. Hoy no le sonríen cuando la ven pasar. Las luces de neón anuncian la película: “La Bella y la Bestia”. Una pequeña fila y de nuevo la hucha en la taquilla y de nuevo una señora que le dice: hoy invito yo. Nadie le sonríe al pasar. En la tercera fila, cogidos de la mano, ven la película mientras comen galletas de chocolate. Patricia en un descuido ha acariciado el pelo de Raúl, él le ha acariciado la mejilla. En la última escena, el protagonista le sonríe; es el final.