AL OTRO LADO
Mª Carmen Rodriguez Molero
La puesta de sol hacía las delicias de cualquier viandante que vagara por el paseo marítimo aquella noche. Los veraneantes fieles a la moda hacían fotografías a la escena.
Una pareja ajena a todo lo que ocurría a su alrededor se internó en la playa cerca del rompeolas. El ocaso permitía observar desde el paseo cualquier movimiento indecoroso que los jóvenes intentaran. De esta forma, se limitaron a acariciarse las manos y decirse al oído palabras de amor.
Pasaron las horas y los alrededores quedaron desiertos, ellos seguían allí, tan enamorados, ausentes del paso del tiempo. La puesta de sol dejó paso a una luna menguante, que lejos de iluminar la escena la bañaba de oscuridad. De pronto, una pequeña embarcación se dirige a la orilla, muy cerca de ellos. Contemplan con horror la escena. Unas lucecitas brillantes y llenas de tristeza los miran. Inmóvil, mudo, un pequeño color azabache sentado en un extremo de la barca, a su alrededor cuerpos inertes alfombran la estancia.
Todo el amor que la pareja de jóvenes sentían el uno por el otro, se transformó en horror y, a la vez, ternura.
- “Po favo, po favo, lleva con vosotros” -gritaba el pequeño-. No me dejéis, si me abandonáis, ellos me harán volver, no quiero volver, quiero quedarme aquí, ayuda, “no deja solo”.
Petrificados como momias, no conseguían dar un paso para ayudar a las telas que componían, cual retales zurcidos, la alfombra de la barca. Se miraron, dieron unos pasos, se inclinaron.
- No, han muerto todos, la mar no ha tenido compasión con ellos, “ayuda vosotros a mí”, si no, yo también moriré, no en manos del mar, sino del hambre, de la pobreza o de las peores pesadillas que podáis imaginar.
Se miraron, se cogieron de la mano y salieron corriendo sin mirar hacia atrás. Recorridos unos metros, y con su conciencia atormentándolos, volvieron sobre sus pasos. El pequeño no se había movido, quizás esperara con resignación los avatares del destino.
- Vente con nosotros, te sacaremos de aquí -indicó el joven. Y tendiéndole la mano le ayudó a salir.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó -.
- No me he traído nada, tampoco mi nombre.
- ¿Están tus padres en la barca?
- Mis padres vinieron buscando un mundo mejor, yo he venido a “buscalos”, pues ellos no me buscaron a mí -contaba el pequeño con amargura-.
- Ven, con nosotros estarás a salvo.
Lejos de la playa, se internaron en un bloque de apartamentos, subieron por el ascensor y, en la última planta, se refugiaron en una escalera que comunicaba con la terraza y que a estas horas nadie frecuentaba. Allí estaban los tres, se observaban, ninguno se atrevía a pronunciar palabra. Contemplaban como el pequeño sin nombre, tenía impregnada la cara de sal. La chica fue a su casa a por agua y comida. Entró sigilosamente en su apartamento del piso segundo, y sin que sus padres la oyeran, cogió una botella de agua y un poco de fruta. Volvió y se lo ofreció al muchacho.
- No podemos seguir ayudándote, vivimos con nuestros padres y si se enteran llamaran a la Guardia Civil.
- Yo tengo un nombre y una dirección, “llevame” allí y no volveré a molestaros.
La suerte del pequeño tal vez estuviera cambiando, su embarcación había llegado a las orillas de esa playa, en un pueblo turístico de la costa granadina, justo a donde le habían indicado que se dirigiera en caso de llegar con vida a su destino. Los muchachos decidieron ir andando por la orilla del mar hasta el sitio indicado por el joven que les acompañaba de forma inesperada, y una vez allí, dejar al pequeño en el número indicado y volver. Así lo hicieron, caminaron despacio y sin decir palabra, en hora y media alcanzaron su destino. Ahora deberían tener cuidado, si habían descubierto los pescadores la barca, habrían alertado a los agentes de la autoridad que buscarían a algún superviviente por los alrededores.
Una vez frente al lugar indicado, debían salir al paseo marítimo y allí levantarían sospechas, por ello, el chico salió, observó que no pasaba nadie e indicó al pequeño y a su novia que podían cruzar. A paso ligero cruzaron la calle y frente a la puerta, el pequeño llamó con tres golpes secos. Detrás de la puerta un hombre de unos treinta años los miraba con cautela. Pero una vez que analizó la escena comprendió lo que pasaba. El pequeño entró tras despedirse de los jóvenes. Éstos, sin mirar atrás, regresaron a sus casas.
Al mediodía, después de descansar, tumbados en la playa, pensaban en los acontecimientos de la noche anterior. Hemos cometido un acto delictivo, decía él. No, hemos cometido un acto humanitario, decía ella. Puede que el destino de las personas no se pueda catalogar de acto, puede que el destino de las personas no debería venir marcado por el lugar donde se nace, ni por el color de la piel. Puede que el pequeño encontrara a sus padres, puede que las autoridades lo devolvieran a su país de destino, puede que ocurrieran tantas cosas, que ninguna de ellas sirve para cambiar el horror que miles de seres humanos viven por la ignorancia o avaricia de otros, puede que ya no veamos el mundo con los mismos ojos, puede y puede y puede, pero el horror sigue y no cambiará hasta que la ley del bienestar personal siga gobernando sobre el bienestar de la humanidad. Éstos y más dilemas habían servido para que nuestros amigos conversaran, tumbados a la orilla del mar. Desde esa noche, para ellos, nada volvería a ser igual.
Al día siguiente, compraron el periódico local, en un rinconcito de la portada que apenas se veía, para no incomodar a los visitantes en sus vacaciones, aparecía la siguiente noticia:
“ENCONTRADA PATERA EN LA PLAYA , NINGÚN SUPERVIVIENTE”.