domingo, 29 de noviembre de 2009

LA CONFESIÓN.

LA CONFESIÓN


M. Carmen Rodríguez Molero


Hoy he rozado su mano, ella no la ha retirado. En la soledad de la sacristía me despojo de la sotana, su sombra no debe borrar el olor a jazmín con que ella ha impregnado mi piel. Siete meses deseándola, siete meses absolviendo su único pecado:

-Padre, deseo a otro hombre, muero de pasión – me repite cada domingo reclinada frente a mí, mientras humedece mis sentidos con su respiración.

-Hija, no sigas con esa boda, casándote cometeras un error – le digo cada siete días, mientras intento ocultar el sufrimiento que me provocan, no las heridas de la flagelación, sino las palabras de Catalina.

Hoy, domingo de Ramos, Catalina me ha mirado por primera vez a los ojos mientras pronuncia las palabras:

-Padre, deseo a otro hombre, muero de pasión.

Hoy, no ha respondido el sacerdote, hoy ha respondido el hombre que se esconde bajo la negra sotana, hoy he rozado su mano, ella no la ha retirado. Cada célula de mi cuerpo ha percibido su contacto. Sus dedos se han entrelazado con los míos y en siete segundos hemos compartido nuestro deseo. Hoy, tras celebrar la misa, no me he encerrado en mi dormitorio con el látigo del perdón, hoy he compartido mis apetitos con mi cuerpo. Al caer la noche, tras cerrar la puerta de la sacristía he leído por última vez la amonestación que cuelga en el tablón de anuncios:

El domingo de Resurrección a las siete de la tarde se casan Catalina y Modesto, es el resumen de lo que allí, con mi puño y letra, yo escribí.

El novio frente al altar espera impaciente la llegada de Catalina, el reloj marca las siete horas y siete minutos. Todas las cabezas giran al oír los acordes que anuncian la llegada de la novia. Enfundada en un vestido blanco dirige su mirada hacía el confesionario. Titubea tras cada paso, con la mano izquierda sujeta un ramo de siete rosas amarillas, con la mano derecha se aferra al brazo de su padre. Tras ocupar su lugar delante del altar, de nuevo gira su cabeza, su mirada se posa en el lugar en que cada domingo habló con su confesor.

Los monaguillos murmuran nerviosos, no saben que hacer. Una niña pasa entre los invitados, lleva un papel en la mano, se lo entrega a Catalina. En él he escrito: “Del cura ha nacido un hombre que enfermó de amor cuando rozó tu mano, sólo tú puedes curarlo.”

Jaén, dos de mayo de 2009

jueves, 26 de noviembre de 2009

El contacto.

EL CONTACTO


M.Carmen Rodríguez Molero

Roberto ha muerto. Sumisos a la costumbre, la fila de indolentes pasan delante de la viuda. Todos repiten: te acompaño en el sentimiento. Trini vestida de negro y con los ojos ocultos tras unas gafas oscuras ha acudido a la cita sin maquillaje, sus labios impasibles responden gracias una y otra vez, mientras sus manos se aferran al contacto de un móvil, que guarda un mensaje que él no envió.

Los amigos que compartían con ellos las tardes de los domingos, al final de la fila, alaban las virtudes del difunto. Mila inquieta abandona el grupo, anda sin sombra entre la hilera de tumbas que lucen ramos de margaritas mustias, como mustia está la viuda, hace dos años que Roberto sòlo le daba las caricias que a Mila sobraban. El mármol blanco de las lápidas la ciega como cegaba él sus sentidos. La voz de Manuel la devuelve a la realidad.

-Mila, ¿qué te pasa? Estás amarilla.

-Es el calor – responde a su marido.

Mila vuuelve a la fila, diez personas y estará frente a la viuda:

-Lo siento – le dice al acercar su mejilla a la de su amiga.

-No puedes imaginar cómo sufro – le dice Trini mientras traslada el móvil de una mano a la otra con movimientos compulsivos.

Mila siente el sol en su cabeza, le quema, como ayer le quemaban los besos que le dio Roberto al despedirse en el ascensor, antes de embriagarse con la última mirada en el hall del hotel. Con el perfume de su cuerpo en su cuerpo, arrancó su moto, después de redactar el mensaje que luego le enviaría, y en la primera curva que lo alejó de ella, dijo adiós a la vida.

-Las tardes de los domingos nunca serán como antes – dice Manuel a Trini.

Las tarde de los domingos ya no serán como antes, Mila no tendrá que esconder sus gritos cuando se ofrecía voluntaria para preparar las copas y entre hielo y hielo derretía su cuerpo al fundirlo con el de Roberto en un improvisado rincón. Ya no tendrá que buscar en su armario el vestido más ajustado, ni los tacones más altos para estar cerca de su pecho y sentir el pálpitar de su corazón.

Tras despedirse bajo el arco que cubre la puerta del cementerio, los amigos quedan para verse el domingo por la tarde, esta vez en casa de Mila y Manuel. Todos acuden a la cita, excepto la viuda. Hoy no cuentan chistes, hoy sólo beben y callan, y entre silencio y silencio hablan de Roberto.

Mila sentada en un rincón, con sus ojos azules coronados de rojo, saca del dedo su anillo de casada y lo vuelve a meter, no oye a sus amigos, hoy no preparará las copas. El tono de su móvil la saca de su ensimismamiento, es la canción de Ramoncín que le trae un recuerdo imposible:

“…no puedo dejar de querer,
no quiero cambiarte por nada,
gritaré hasta que no salga el sol,
moriré si no estás a mi lado”

En la pantalla el nombre del contacto que le envía el mensaje: Roberto.

Jaén, diez de mayo de 2009

Al otro lado.

AL OTRO LADO
Mª Carmen Rodriguez Molero




La puesta de sol hacía las delicias de cualquier viandante que vagara por el paseo marítimo aquella noche. Los veraneantes fieles a la moda hacían fotografías a la escena.

Una pareja ajena a todo lo que ocurría a su alrededor se internó en la playa cerca del rompeolas. El ocaso permitía observar desde el paseo cualquier movimiento indecoroso que los jóvenes intentaran. De esta forma, se limitaron a acariciarse las manos y decirse al oído palabras de amor.

Pasaron las horas y los alrededores quedaron desiertos, ellos seguían allí, tan enamorados, ausentes del paso del tiempo. La puesta de sol dejó paso a una luna menguante, que lejos de iluminar la escena la bañaba de oscuridad. De pronto, una pequeña embarcación se dirige a la orilla, muy cerca de ellos. Contemplan con horror la escena. Unas lucecitas brillantes y llenas de tristeza los miran. Inmóvil, mudo, un pequeño color azabache sentado en un extremo de la barca, a su alrededor cuerpos inertes alfombran la estancia.

Todo el amor que la pareja de jóvenes sentían el uno por el otro, se transformó en horror y, a la vez, ternura.

- “Po favo, po favo, lleva con vosotros” -gritaba el pequeño-. No me dejéis, si me abandonáis, ellos me harán volver, no quiero volver, quiero quedarme aquí, ayuda, “no deja solo”.

Petrificados como momias, no conseguían dar un paso para ayudar a las telas que componían, cual retales zurcidos, la alfombra de la barca. Se miraron, dieron unos pasos, se inclinaron.

- No, han muerto todos, la mar no ha tenido compasión con ellos, “ayuda vosotros a mí”, si no, yo también moriré, no en manos del mar, sino del hambre, de la pobreza o de las peores pesadillas que podáis imaginar.

Se miraron, se cogieron de la mano y salieron corriendo sin mirar hacia atrás. Recorridos unos metros, y con su conciencia atormentándolos, volvieron sobre sus pasos. El pequeño no se había movido, quizás esperara con resignación los avatares del destino.

- Vente con nosotros, te sacaremos de aquí -indicó el joven. Y tendiéndole la mano le ayudó a salir.

- ¿Cómo te llamas? -preguntó -.

- No me he traído nada, tampoco mi nombre.

- ¿Están tus padres en la barca?

- Mis padres vinieron buscando un mundo mejor, yo he venido a “buscalos”, pues ellos no me buscaron a mí -contaba el pequeño con amargura-.

- Ven, con nosotros estarás a salvo.

Lejos de la playa, se internaron en un bloque de apartamentos, subieron por el ascensor y, en la última planta, se refugiaron en una escalera que comunicaba con la terraza y que a estas horas nadie frecuentaba. Allí estaban los tres, se observaban, ninguno se atrevía a pronunciar palabra. Contemplaban como el pequeño sin nombre, tenía impregnada la cara de sal. La chica fue a su casa a por agua y comida. Entró sigilosamente en su apartamento del piso segundo, y sin que sus padres la oyeran, cogió una botella de agua y un poco de fruta. Volvió y se lo ofreció al muchacho.

- No podemos seguir ayudándote, vivimos con nuestros padres y si se enteran llamaran a la Guardia Civil.

- Yo tengo un nombre y una dirección, “llevame” allí y no volveré a molestaros.

La suerte del pequeño tal vez estuviera cambiando, su embarcación había llegado a las orillas de esa playa, en un pueblo turístico de la costa granadina, justo a donde le habían indicado que se dirigiera en caso de llegar con vida a su destino. Los muchachos decidieron ir andando por la orilla del mar hasta el sitio indicado por el joven que les acompañaba de forma inesperada, y una vez allí, dejar al pequeño en el número indicado y volver. Así lo hicieron, caminaron despacio y sin decir palabra, en hora y media alcanzaron su destino. Ahora deberían tener cuidado, si habían descubierto los pescadores la barca, habrían alertado a los agentes de la autoridad que buscarían a algún superviviente por los alrededores.

Una vez frente al lugar indicado, debían salir al paseo marítimo y allí levantarían sospechas, por ello, el chico salió, observó que no pasaba nadie e indicó al pequeño y a su novia que podían cruzar. A paso ligero cruzaron la calle y frente a la puerta, el pequeño llamó con tres golpes secos. Detrás de la puerta un hombre de unos treinta años los miraba con cautela. Pero una vez que analizó la escena comprendió lo que pasaba. El pequeño entró tras despedirse de los jóvenes. Éstos, sin mirar atrás, regresaron a sus casas.

Al mediodía, después de descansar, tumbados en la playa, pensaban en los acontecimientos de la noche anterior. Hemos cometido un acto delictivo, decía él. No, hemos cometido un acto humanitario, decía ella. Puede que el destino de las personas no se pueda catalogar de acto, puede que el destino de las personas no debería venir marcado por el lugar donde se nace, ni por el color de la piel. Puede que el pequeño encontrara a sus padres, puede que las autoridades lo devolvieran a su país de destino, puede que ocurrieran tantas cosas, que ninguna de ellas sirve para cambiar el horror que miles de seres humanos viven por la ignorancia o avaricia de otros, puede que ya no veamos el mundo con los mismos ojos, puede y puede y puede, pero el horror sigue y no cambiará hasta que la ley del bienestar personal siga gobernando sobre el bienestar de la humanidad. Éstos y más dilemas habían servido para que nuestros amigos conversaran, tumbados a la orilla del mar. Desde esa noche, para ellos, nada volvería a ser igual.

Al día siguiente, compraron el periódico local, en un rinconcito de la portada que apenas se veía, para no incomodar a los visitantes en sus vacaciones, aparecía la siguiente noticia:



“ENCONTRADA PATERA EN LA PLAYA , NINGÚN SUPERVIVIENTE”.

VIDAS

VIDAS


M. Carmen Rodríguez Molero


Cinco veces el olor a vida penetró en mi cuerpo y cinco veces el olor a muerte salió de él. Paseo al ritmo que me imponen las olas bajo un cielo que dibuja telarañas de nubes, tan grises que empantanan el reflejo de la luna. Como el vaivén del mar los momentos de felicidad con Javier se desvanecen, borrados por la rutina que decolora mi vida. Me alejo del murmullo de la gente. Las palmeras acunadas por el viento me brindan su abrazo y alfombran mi camino con sus frutos caídos, yo los esquivo. Me adentro en la arena húmeda de la playa, con mis pies descalzos percibo el líquido que reconforta con un escalofrío mi cuerpo. Mi mirada enfoca una pareja que caldea el frío con sus caricias, mis abrazos con Javier se apagaron en pozos negros. Una estrella de mar se ha posado en mi pie, acaricio sus cinco puntas viscosas, huele a mar. Devuelvo la estrella a la vida y froto mi cuerpo con mis manos teñidas de azar. Las rocas rompen la línea recta que guía mis pasos, buscó un pequeño recodo en ellas, escaló y vuelvo a bajar. La quietud del mar provoca un silencio pastoso interrumpido por un suspiro que alerta mis sentidos, giro mi cuerpo y diviso un cuerpo inquieto, me acercó a una mujer acurrucada que temblando de frío enmascara las convulsiones de su cuerpo, mientras con sus brazos empuja su vientre. Acaricio su rostro tenue y su cuerpo húmedo, las aguas han roto. Una pequeña color azabache se acuna en mis brazos, la fusiono en el pecho de su madre que languidece con una sonrisa en los labios, su última palabra: ¡cuídala!. Cierro los ojos inertes de la madre y me dejo hipnotizar por los ojos de la niña.

En casa, le regalo los cuidados reservados para los hijos que acune en mi imaginación. Acaricio los deditos de sus pies, los deditos de sus manos… Un portazo violenta los mimos, es Javier que vuelve a casa, deja su maleta en el pasillo y continúa la caricia que prolonga los dedos de la pequeña en los míos.

-He vuelto, una estrella me ha indicado el camino.

No oigo sus palabras, huele a tierra, retiro mi mano y cojo su maleta para devolverla al rellano, dejo la puerta abierta.

-No es tuya debes devolverla – me dice antes de salir.

Mi niña huele a mar y el mar no tiene dueño.



Jaén, cuatro de abril de 2009